Escondites y encubrimientos
- Andres E. Borregales M.
- Sep 29, 2019
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Nota del editor: Capítulo V del Topoanálisis.
"Efectivamente, la experiencia artística se encuentra muy cerca de la experiencia sexual, ambas son manifestaciones distintas de un mismo deseo"
Rainer Maria Rilke.
En este capítulo el lector encontrará una íntima relación con la imágen estudiada en el apartado anterior, verá que en muchos sentidos son capítulos hermanos, no solo por su articulación interna, sino porque la imagen poética que vamos a abordar ahora, la concha, nos permitirá desarrollar esa intimidad que hasta ahora, el primero de los hermanos que nos enseñó acerca de anidar el deseo, sólo nos había dado la oportunidad de introducir.
Ambos capítulos se entrelazan íntimamente en su comprensión de la imaginación poética, en tanto que ella es el ejercicio topoanalítico a partir del cual abordamos la imagen y la forma de nuestro cuerpo, con el propósito de replantear los límites que`ésta guarda con respecto a la función inconsciente del habitar humano.
Hemos vuelto a imaginarnos cómo se articula la función simbólica de habitar con la imagen del cuerpo, y de qué manera estos se pliegan a su vez con el acto en lo real. Pues imaginar es un trabajo serio y un esfuerzo cuyo resultado y efectos, no se conocen por medio de un valor x específico, no, no supone una cantidad fija que fuese cuantificable.
Aquello que se consigue a través de la imaginación poética es una nueva manera de abrir desde dentro el misterio del mundo, de desanudar el nudo del corazón y liberarlo de sí mismo, curarlo de sus repeticiones inconscientes y armonizar el ritmo de la vida.
Repeticiones y ritmos son las claves de nuestras resonancias subjetivas esenciales, y a partir de allí satisfacemos nuestro único privilegio como seres hablantes, a saber, introducir en lo efímero y en lo ínfimo la grandeza de nuestras relaciones humanas.
En este sentido nadie se queda con la plusvalía de nuestra vida ni mucho menos de nuestro trabajo, precisamente porque tal cosa no existe, y es que en nosotros mismos se consuma esa obra que somos, la Gran obra que es la vida de cada uno es su pena intransferible en el tiempo y en el espacio.
Vemos en el trabajo y el esfuerzo del que hablamos, los signos indiscutibles de nuestra relación con el deseo, signo del ritmo de nuestras vidas como seres hablantes y el cardinal de la construcción que todo nuestro obrar levanta. Sí el trabajo es un paso por el sufrimiento, entonces un deseo decidido es un deseo dispuesto a soportar la labor de parto que dicha decisión implica.
El famoso "no tener tiempo para nada" tan propio de nuestros días, nos dá una buena idea de los desplazamientos que sufre el deseo, de las vacilaciones del querer con respecto al tener, especialmente cuando vemos que con éste deseo humano se pretende hacer de todo, como si el deseo no guardase en sí mismo los límites de su propio alcance.
Tanto en el trabajo, como en el habitar y en la sexualidad el ser hablante dibuja con esfuerzo y gemidos los límites que su espíritu le impone.
Cuando ese espíritu no se reconoce, se busca afanosamente por todo el volúmen del mundo, mientras que cuando sabe la textura de su ser, cuando ha subjetivado la posición de su discurso, entonces ya no tiene miedo de sí mismo, está quieto y en silencio, pues sabe la palabra que lo habita.
Sobre la proporción y magnitud de nuestros afanes, sabemos que se encuentra limitada desde fuera por el discurso del Otro, siempre dominante en nosotros, y limitada desde dentro por las disposiciones subjetivas de cada quien hacia dicho discurso.
No creo que importe tanto conocer históricamente a la humanidad entera, como partir del estudio de la triple base que conforma a un solo ser humano, de ese que vemos al espejo cada día, en esa trinidad a la que nos acercamos participan sus imágenes más próximas, sus ideales más altos y sus actos más desconcertantes.
A partir del estudio libre y personal de este trimurti podemos suponer la transformación de esa historia para siempre, una transfiguración que sólo puede venir desde dentro de nuestra intimidad inconsciente. Sin embargo, no debemos creer que dicha transformación supone ninguna suerte de progreso, ya que en el terreno de la poética humana nada avanza antes bien todo permanece. Tampoco debemos suponer que la transformación de nuestro ser pasa por un acto revolucionario, sino por medio de una renovación de nuestro entendimiento.
La psicología de cada ser humano tiene esas tres bases en común con toda la especie, esta triple configuración es algo que permanece en cada hombre y en cada mujer, por lo cual el topoanálisis es, de alguna manera y para todos, un vehículo para estudiarnos a nosotros mismos, como idea y como especie, y para hacer de nuestro discurso una obra de arte.
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Nuestra alma habita el tiempo y nuestras imágenes habitan el espacio, ambas se pliegan entre sí produciendo una resonancia que va más allá de estas coordenadas, un eco tan real que lo sentimos en todo nuestro cuerpo.
Este cuerpo es ante todo un objeto dónde resuena el eco que es nuestro decir, un objeto cuya imagen poética, es decir, su imagen temporalizada con respecto a la especie, nos orienta a conocer más de cerca esa resonancia real que producen en nosotros los discursos.
La poética del cuerpo nos hace sentir la morfología descrita en esa sintaxis inconsciente que habita cada acto cotidiano: la postura, la tensión de mi mordida, el tono de nuestra voz y nuestra manera de vestir, todos son contornos y formas desde donde vemos porqué las imágenes ponen en movimiento los verbos que componen nuestras almas.
Tomemos por ejemplo a la alucinación visual del ser amado durante el trabajo del duelo, este fenómeno nos dice mucho de eso "real" que se sostiene por fuera del tiempo en la imagen del fallecido, precisamente en la extensión sensible del espacio, en ésta caso, del espacio alucinado pero intuitivamente percibido por el doliente por supuesto.
Si a este fenómeno en lo imaginario de nuestra psicología, de nuestra facultad de representar, le anudamos el problema simbólico, por otro lado, de tener que reconocer el motor esencial que hace aparecer a los muertos en el tiempo, es decir, la significación del verbo amar y el valor real que el amor transporta en tanto que causa los afectos del cuerpo, podemos hacernos una idea de la complejidad de las relaciones espacio/temporales de nuestra subjetividad y el íntimo vínculo que guardan con todo nuestro obrar empírico. Al mismo tiempo podemos sentir un signo del ideal eterno que habita toda nuestra especie, y que se manifiesta en esa disposición de su carácter amoroso.
Se trata de esa causa propiamente inmanente del deseo y que cada ser humano implica en tanto eslabón de esta cadena pérdida que conformamos como Idea eterna, así vemos nuevamente cómo se pliegan la imagen, el verbo y la acción.
De alguna u otra forma siempre somos un eco del discurso del Otro, sin embargo la subjetivación se trata de sentir el pulso fundamental de lo viviente en nosotros, o sea, haber reconocido los bordes del vacío de mi vida tanto en la angustia como en todo dolor espiritual cotidiano, incluido el duelo tanto por ideales como por personas.
Por muy dolorosa y violenta que sea la adquisición del lenguaje, una vez hemos entrado en el juego del significante, en su apego por la vida que es el goce, ya no nos queda más remedio que hacernos de un discurso propio y reconocernos en nuestro decir, o sea en nuestros apegos.
La relación que el discurso guarda con el cuerpo se llama conducta, precisamente porque describe la forma en la que la voluntad inconsciente que gobierna mi deseo conduce la elección de los motivos que son finalmente los movimientos efectivos de mi cuerpo. Sin embargo, hay que hacer énfasis en que la relación que ésta conducción guarda con el deseo, es decir, con la ética del sujeto es tan desconocida, tan inconsciente como la relación que guarda la gravedad con las fuerzas eléctricas en la naturaleza.
Con todo nuestro obrar dibujamos una imagen ideal de nosotros mismos, porque todo discurso es producido por un afán y todo afán aspira a lo ideal.
Estos ideales se tomaron desde Grecia a partir de la imagen del cuerpo humano, ya que éste fue el primer objeto de nuestro idilio con nosotros mismos, la forma de toda belleza se toma de la imagen intuitiva, empírica del cuerpo del otro.
La fenomenología de la imagen revela que la complejidad y perfección que la naturaleza despliega en la representación de nuestro cuerpo, encierra una profunda relación con la función del ideal en la psicología del ser hablante, precisamente por ser una especie que tiene delante de sí una multidimensionalidad avasallante con respecto a su vínculo con el tiempo, de modo que cada imagen subjetiva, incluida la del cuerpo propio, es politraumatizada por las diferentes formas en las que la luz del tiempo les refleja desde nuestro inconsciente.
Así podemos entender que no hay forma en el inconsciente sino sólo formaciones, no es la forma propiamente hablando la que nos intriga sino la formación de la cosa en sí en nosotros más allá de las barreras del principio de individuación, es decir, por fuera de las formas del tiempo y del espacio.
Este apartado sobre la imagen poética de la concha, según el mapa que hemos venido siguiendo de acuerdo con La poética del espacio de Gastón Bachelard, trata de inspirarnos hacia esta formación de una intimidad cuya esencia inconsciente habita lo más hondo de nuestro ser, osea, de nuestro obrar, esencia inaccesible desde afuera en la relación con los objetos ya que estos dependen de las formas mismas de la psique.
A todo saber acerca de esta formación de la vida en mi se le accede desde dentro, aun cuando a veces esta vía parezca muy oscura pues supone, como hemos visto, ir más allá de las formas del fenómeno, de la división elemental entre sujeto y objeto.
Esta esencia, éste pulso es el enigma de lo que somos en las formaciones de la vida, geométricas o epistémicas, las cuales siempre parecen comenzar pulsando de algún modo.
La experiencia nos enseña que toda formación viene de dentro para manifestarse hacia afuera. Algo llama desde dentro en la formación y acto de ese pulso inconsciente que nos habita, algo de esa pulsión interna resuena para siempre en nosotros, se puede leer la estela de esa resonancia desde el embrión humano hasta el corazón de la palma.
El topoanálisis parte de este primer asombro que relata el escondite de nuestra esencia en las formaciones de la vida inconsciente, un hallazgo que se expresa en la poética que desprendemos como seres hablantes de las formaciones de la naturaleza, en tanto ésta es también representación efectiva de nuestro universo subjetivo.
La imagen poética que se intuye en todo ser que se encierra sobre sí mismo, se hace sentir a través de esa simpatía íntima que despierta en nosotros ese ser que encubriéndose muestra a la vez la superficie refinada del ensueño que es la vida, la vida en esa simplicidad máxima cuya esencia es ser una constante sencillez desconocida e inconsciente para sí misma.
De ahí nos viene el gusto por la enorme complejidad psicológica de los fenómenos vitales cotidianos, ésta revela una poesía escondida en la simplicidad de los hechos habituales y efímeros que ocurren cuando habitamos la vida real.
La imagen de la concha transmite en su intimidad guardada, el símbolo de la simpleza con la cual los antiguos hacían emblema del cuerpo, lugar desde donde entonces resuena el gran ritmo cósmico como dice Bachelard.
Fue Gastón Bachelard quien ya en 1954 había pensado la revisión, que luego haríamos por nuestra cuenta, sobre el estatuto moderno de la materia en psicoanálisis, o como él lo llamó, un psicoanálisis de la materia en tanto que concepto y función elemental del cosmos que es el ser humano.
Esto se tradujo en nuestra orientación como analistas en un esfuerzo por esclarecer el hecho fundamental de que la materia del psicoanálisis es el acto del ser hablante, un acto subjetivo.
Cada raíz de nuestra conformación subjetiva es organizada alrededor del acto como germen de los hábitos, es decir, del habitar. La imaginación con la que se persiguen tantas imágenes o la simbolización con la que nos atamos al otro, pasan finalmente por la delicada relación de nuestro deseo con el acto individual.
La concha encierra la grandeza de la vida que se esconde humildemente, que se resguarda de lo real en una miniatura noble y poderosa. Esta propiedad de la imagen poética es la puesta en acto de esconderse como propiedad elemental de la vida real.
El hilo conductor de nuestra infancia nos acerca al juego del escondite, esa maravilla de la intuición infantil reflejada con claridad en la necesidad e imagen del secreto como límite para reconocer lo que es de Uno y lo que viene del Otro, la delicadeza con la que nos hacíamos saber que no nos decíamos muchas cosas a nosotros mismos, pero transformando ese peso en un juego hicimos gala de poetas.
El juego del escondite es el modelo para todo manejo de nuestros propios miedos cuando adultos, es el índice de nuestro deseo de saber en la medida en la que pasa por un encuentro real con el otro semejante, y en la medida en la que es desconocido es como la oscuridad que también nos asustaba cuando niños.
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Desde ese umbral de intimidad y angustia la concha se hace un verdadero ensueño de Industria, es decir, In es de dentro y strua viene de obrar, construir, un ensueño donde se pliega la imagen con el significante.
La vida es este ensueño donde toda construcción en nosotros se forma primero desde dentro, protegida de la mirada del Otro, en la intimidad de nuestro silencio para habitar a partir de ahí cualquier construcción de un mundo posible allá fuera.
Desde la almendra hasta el hombre todo se acurruca en su concha, todo se refugia del exterior, no obstante, la reunión del adentro con el afuera es el cuerpo mismo, esta es la bisagra a partir de la cual lo cercano y lo lejano nos son dados, este es el lugar donde se experimenta la traducción subjetiva hacia lo real que se vive como angustia.
Esta última función toma su materia prima de las cosas que nos son más familiares, así cada imagen poética es una captura de esa angustia que es la vida misma. La fenomenología de la imagen poética nos enseña que en lo real de la vida tan pronto ésta se instala, inmediatamente se cubre y se oculta.
Que las imágenes sean vivificadas es causa de la representación intuitiva del mundo exterior, tanto del animal humano como de todas las especies vertebradas. Pues la intuición sensible de ese mundo objetivo que vemos allá afuera, es producto de un intimísimo sentido interno que nos habita, el tiempo.
Vemos entonces que el espacio es posibilidad de dentro y fuera para todas las especies pero solo el ser hablante vive esta posibilidad en su cuerpo propio, en la medida en la que sólo el ser que habla, sufre y muere enteramente es atravesado en el espacio vaciado de su cuerpo por la luz del tiempo de su deseo.