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La casa de la palabra

  • Andres E. Borregales M.
  • Jul 8, 2019
  • 11 min read

La Maison jaune, Vincent van Gogh, 1888.

Nota del editor: Capítulo III del Topoanálisis.

"Este descenso al interior en contraposición a la manera más probable de dificultar vuestra evolución al mirar al exterior, permitirá encontrar esas respuestas que solo provienen del más íntimo sentimiento en su momento de mayor silencio"

Rainer María Rilke

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Continuando con nuestro estudio de la intimidad del ser hablante, pasaremos ahora a abordar la poética de las imágenes de los cofres y los armarios, siguiendo para este propósito la fenomenología de la imagen.


Estas imágenes poéticas nos dicen un secreto susurrado al oído... Que los primeros cofres y armarios del alma son las palabras que nos vienen del Otro.


Partimos de la espacialidad de la palabra, esa función que anuda la extensión de los objetos del mundo corpóreo, incluyendo el cuerpo propio, a la inmanencia del pulso de mi deseo, es decir, la palabra anuda a la imagen con los afectos dándome así un cuerpo y un mundo por habitar.


El primer lugar donde el pulso que marca mi deseo consigue su domicilio, es en el ritmo y la rima de los tonos que conforman la lengua materna. Este es el verdadero hábitat del deseo y de ésta relación entre la lengua y el Ello, es decir, la pulsión se sigue que todo deseo sea en sí mismo incestuoso.


Mediante el hábito de la lengua materna el ser humano va representando intuitiva y abstractamente las experiencias de la vida diaria, es decir, representando la vida real tanto con lo que percibe como por medio de lo que piensa.


Este pensar es en sí mismo secundario con respecto a la intuición sensible, por eso nos referíamos en el capítulo anterior al proceso de adquisición del lenguaje, este dominio sobre la lengua que el niño y la niña alcanzan, encierra en sí mismo un radical etimológico: Domus, el cual pertenece a la misma voz latina cuya raíz se comparte con domicilio y con casa.


De ahí que podamos pensar a la adquisición del lenguaje en ese sentido donde el sujeto mismo es el adquirido por el dominio de la lengua, él es el hecho parte de la casa de la palabra.


La palabra es el lugar del domicilio del Otro dentro y fuera de nosotros, ese lugar siempre adopta la forma de nuestro inconsciente más íntimo, precisamente porque no podemos dar cuenta del origen del lenguaje, ni del tiempo ni de la vida.


Una vez adquirido el duro hábito del lenguaje, una vez dentro de ese domicilio de la lengua ya no somos capaces de diferenciar la extensión de los objetos del mundo de la que atribuimos a nuestro cuerpo propio, pues estamos atravesados por esa espacialidad de la palabra que confecciona la forma del vínculo con el otro y con mi cuerpo, es decir, el pliegue de lo simbólico con lo imaginario, coordenadas esenciales de los complejos psicológicos fundamentales.


Lo anterior nos enseña la importancia fundamental de la subjetivación del discurso en la forma de un bien-decir ético a lo largo de la vida, en cierto modo, aquel que no subjetiva su decir propio está condenado a repetir el discurso del Otro tal cual un loro que ignora lo que dice, la falta de subjetivación de la causa del decir, condena al sujeto a usar todas las energías de su cuerpo para el cumplimento de un deseo que no le pertenece.


Por eso tal falta de subjetivación del decir ético, del discurso propio significa estar muerto en vida.


La palabra es el verdadero misterio de este mundo, por cuanto este último es ya representación de la función de palabra. Al final de este capítulo veremos cómo y porqué es la palabra la llave que abre desde adentro el misterio que la vida encierra allá afuera.


Antes de que hablemos a través de la lengua, ella nos habla a nosotros, es decir, somos hablados por la lengua. Ella es esa superficie que une la realidad y los sueños, es la materia que define a ambos por igual.


El calor que abriga al cuerpo en la desolación que lo recibe a su llegada al mundo, le viene dado por la hoguera que es la lengua materna. Recordemos que nuestros cuerpos son también nuestra primera casa de manera que siguiendo con lo dicho, esta casa es antes habitada por el Otro en sus palabras que bordean mi cuerpo, dibujando mi existencia y dándole forma a mi pensamiento.


Esos bordes de lo real se sienten y se viven en las formas de los afectos, los cuales son transportados por los cofres y armarios que reconocemos en las palabras, no cualquier palabra sino aquellas que nos tocan, que nos han tocado más hondamente. Los afectos que asociamos a lo más familiar de nuestro discurso son siempre buscados en los actos del ser hablante, de modo que en el pliegue entre lo pensado a través de las palabras del discurso del Otro y lo hecho a partir del cuerpo propio sólo conocemos el borde de esa superficie.


Vemos así que los afectos son tanto en el discurso como en los actos del hombre y de la mujer la parte ética de su ser, pues lo hecho es espejo de lo sentido y lo deseado.


Por su parte el lazo entre el significante, la imagen y el afecto constituye la superficie que somos como bordes de la vida misma.


Desde el lugar del Otro me son dados los significantes y los nudos de las significaciones que ellos establecen en las normas de la cultura, a partir de aquello a lo que se le rinde culto tanto en imágenes a las que estas significaciones se pliegan, y así son vividas como percepciones subjetivas habitando un discurso, como por las condiciones simbólicas a partir de las cuales se puede significar la experiencia del mundo como representación, una forma que me es dada, de acuerdo con nuestra lectura, por medio de la reunión del otro semejante y el Otro simbólico en mi inconsciente, la reunión del tiempo y del espacio que son las formas de la psicología del ser hablante.


Así ocurre la causación de un sujeto en lo real, gracias a que el significante crea el espacio donde se desarrolla el significado de la vida anímica, el significado de la relación con el otro soportada por el cuerpo en los actos cotidianos. En esta causación se establece a su vez el agujero que es el Yo y con él eso que Freud llamó el Principio de Realidad, es decir, lo real soportado por la materia del obrar, es decir, una responsabilidad intransferible asimilada por el sujeto en relación con sus actos.


Lo que causa el deseo de un sujeto es la esquizia que su objeto representa en el lugar de la castración simbólica, o sea, en el origen del tiempo y del saber. La división elemental entre Sujeto/Objeto entraña el misterio del origen del Otro.


El psicoanálisis nos enseñó que la presencia de este lugar llamado la castración en el Otro, es la causa de nuestra propia división entre: por un lado, ser objeto-causa de deseo buscada en el espejo del Otro, osea en el tiempo, y por otro lado, encarnar un objeto cuyo único goce es soportado por su cuerpo en el lazo con el otro y el espacio de su inconsciente, o sea, en el sexo.


La realidad del inconsciente es sexual, es pura separación, pura división.



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El significante es la partícula subatómica del lenguaje, esta se encarga de excavar un agujero en el centro de la identidad perceptiva freudiana que conocemos como Yo, el significante es para el sujeto esa esquizia mencionada.


La manifestación de esta excavación significante es el vínculo con el otro cotidiano entre lo imaginario con lo real, el propósito de esta operación es dibujar en la repetición de dicho vínculo los bordes del Yo.


Este dibujo que llamamos cuerpo y que identificamos con nuestro Yo, es una conformación posible sólo a partir de nuestra entrada en una dimensión temporal específica llamada sucesión.


La sucesión es esa relación con el tiempo que experimentamos bajo la forma de un automatismo inconsciente, éste viene marcado por un ritmo fundamental que permite reencontrar un lazo subjetivo en las experiencias de la vida diaria, la`principal manifestación de este automatismo sucesivo es el baño del lenguaje que nos recibe, la sucesión organizada, rítmica y melódicamente, de palabras y oraciones que componen el hablar.


La palabra es también una cueva que se cava a sí misma dentro del abismo de mis actos, por ser estos inconscientes. Este abismo es el sentido entre lo dicho y lo hecho, entre el tiempo y la materia, es el agujero entre lo simbólico y lo real que podemos leer en los pliegues de la superficie de la subjetividad y que mencionábamos arriba.


Los cofres y los armarios son imágenes poéticas de la intimidad y del secreto del ser hablante, en ellos encerramos los afectos más íntimos de nuestro corazón, así también los valores e ideales de nuestra vida anímica y nuestra cultura. Esos son los lastres que llevamos a cuestas en las palabras que usamos diariamente y en las imágenes que dominan nuestra vida.


Estas imágenes poéticas nos dan una cierta idea de la necesidad de dicha intimidad, una intimidad que en el sujeto le es propia por la mera presencia de lo inconsciente en su vida anímica, en cada pliegue de su psicología. Estos cofres y armarios nos dan una idea de cómo y en qué medida la palabra se pliega con la imagen y el afecto. Así sabemos cómo se crea el ahora, el presente, único tiempo en el que se conjuga la vida.


Esto es una orientación elemental del topoanálisis de la subjetividad,a saber, habitar una profunda experiencia del ahora y del aquí. Hic et nunc.


Las imágenes de la intimidad subjetiva sólo se conjugan en el presente, por ser las representaciones más tempranas de la vida de la especie y como la vida sólo conoce el presente, el ahora, es lógico que estas imágenes no abandonen nunca la vida anímica del ser hablante.


Hasta aquí apreciamos entonces que si la palabra es una casa sus cofres son los secretos más íntimos del alma en lo inconsciente.








La chambre de arles, Vincent van Gogh,1888.







De niño disfrute del placer de las groserías sin saber de dónde las había aprendido, conocía una variedad casi infinita de combinaciones de insultos extravagantes y variados.


Con esta impertinente confidencia quiero invitarlos ahora a trabajar juntos a la grosería, vamos a verla como un objeto lingüístico, como una miniatura de la lengua que nos permitirá conocer más profundamente esa casa que es la función de la palabra.


Gaston Bachelard define a la grosería como "un dolor del lenguaje", es decir, un goce desplazado por la vía del significante, a través de la palabra y del tiempo mientras que es soportada en el cuerpo por el acto del decir.


Si extendemos lo anterior a todas las palabras, incluyendo a las llamadas groserías, y vemos que cada una desempeña honradamente esta misma función en el lenguaje y por tanto en su conexión con el goce transportado en los afectos al hablar, entonces no tenemos que considerar jamás que hayan palabras buenas o malas, ellas son en sí mismas meras representaciones abstractas, son los valores afectivos reales que colocamos dentro ellas, los que conforman el peso que sentimos cuando ciertas palabras, como las groserías por ejemplo, son dichas y caen sobre nosotros.


El goce que habita la palabra es una cualidad oculta de la vida, tal como lo es el peso, la solidez, la permeabilidad, la impenetrabilidad, las propiedades eléctricas, etc. Usando un mal ejemplo; el goce en cuestión sería como el supuesto átomo cuyo núcleo es inestable, ese núcleo es la moneda que la palabra intercambia en su pliegue con la imagen.


Así vamos aprendiendo a leer topoanalíticamente los pliegues de la subjetividad.


Sabemos que los afectos son los mismos para toda la especie porque el núcleo inestable del lenguaje, existe en todas las épocas y códigos bajo esa rara forma de manifestación del verbo que llamamos poesía, la herramienta infinita para traducir el dolor de la vida cotidiana, el instrumento que da forma al goce que hace que la historia continúe, por eso ante la frustración diaria todos hemos tenido por maldito algún momento en nuestra boca y detonado una grosería en el instante.


Por eso también todo poeta ha versado alguna vez.


Entre la imagen y la palabra ocurre la tensión de la cual dependen tanto nuestros lazos más cercanos, como las experiencias con el otro cotidiano. Así entre los espejismos que se crean en el pliegue de la imagen con la palabra colocamos nuestros apegos y nuestros afectos, así como también nuestros odios y rencores más profundos.


Estos espejismos son la forma del fenómeno que llamamos realidad empírica, así como también son la forma del fenómeno que conocemos como recuerdo o rememoración de un pasado. Estos espejismos son además nuestros sueños aspirando al porvenir de una ilusión, nuestro deseo mirando hacia el futuro.



«Vanitas vanitatum omnia vanitas»




Del lazo entre la imagen y la palabra están hechas todas las dimensiones temporales y espaciales de la fenomenología de la subjetividad.


Los principales espejismos de este punto quiasmático entre la imagen y la palabra, son las experiencias subjetivas del amor y del odio, de ahí deducimos que el hogar tanto del insulto como de la venganza sea el mismo en lo imaginario, mientras que el lugar del don de amor habite en eso que a la palabra le permite tocar a lo real.


Hay un lazo repetitivo e inconsciente entre lo dicho con lo hecho debido a la presencia de un goce que nos habita, ese dolor que es el mismo para toda la especie. Ese incalculable valor de vida que todos perdemos todos los días.


Si vemos más de cerca notaremos que quien insulta es el insultado por su lengua, por el peso que carga en los afectos que se mueven por su cuerpo y ante los cuales no se sostiene en una posición ética sino gozosa.


Así mismo el que comete venganza es en verdad el vengando por su acto, por cuanto el peso de los actos es el verdadero espejo del corazón. En aquellos exterminados por el fuego de su venganza, todo dictador ha visto desvanecerse su pequeña satisfacción, el verdadero Eros de su vida extinguida por cada acto hecho en el nombre del amor a su venganza.


El goce poético de la vida es de algún modo tanático, es en sí mismo trágico, por eso los afectos más sublimes se comportan como un péndulo que oscila entre el Dolor y la Satisfacción, entre la angustia y el placer.


Sin embargo, el lazo entre el afecto, la imagen y la palabra guarda siempre propiedades creadoras, eróticas en el sentido amplio de la palabra.


Este es el nudo más importante de nuestra subjetividad. Eso que vivimos como Eros y como Tánatos dentro de nosotros se expresa en lo que hacemos.


En este nudo todo sujeto se desdobla en varias lazos, con dos fines simultáneos: por un lado, reconocerse en el espacio especular, o sea, público que comparte con el semejante, y por otro, traducir su deseo desde el tiempo hacia su cuerpo, hogar de sus afectos más íntimos en lo real de su obrar efectivo.


Este anudamiento poético del alma, el cuerpo y el espíritu que hemos buscado identificar, es la composición trina de todo ser hablante y se nos revela como el anudamiento de la palabra, la imagen y el afecto, lo cual coincide a su vez con lo simbólico, lo imaginario y lo real.


Este anudamiento ha sido siempre el nudo del tiempo, el espacio y la materia, sobre las dos primeras funciones hemos visto que son las formas del fenómeno, las formas de nuestra psicología, es decir, el esquema fundamental de toda representación, la división elemental entre Sujeto/Objeto.


Mientras que la materia de nuestra subjetividad más íntima, es siempre en última instancia nuestro acto individual y con él todo nuestro obrar, porque es a partir de lo hecho que se expresa lo sentido y lo deseado.


Los objetos y sus imágenes como el caso de los cofres y los armarios nos hablan de un cierto carácter esencial de nuestra especie, el cual se expresa a partir de las funciones del secreto y de la intimidad que encontramos en la vida psicológica y que llamamos lo inconsciente.


Las palabras y las cosas son tratadas por igual en lo inconsciente, lo mismo da si trata con objetos formales que con metáforas del discurso, la realidad sexual del inconsciente se vive y expresa en la transferencia de un apego a algo en sí desconocido.


Cuán importante es el secreto que nuestro inconsciente nos guarda de nosotros mismos, en nuestras represiones, olvidos y transferencias, tan importante como lo era jugar al escondite en la niñez, ya que desde entonces aprendíamos sin darnos cuenta a escondernos también en las palabras, en los significantes a los que sometemos nuestro deseo.


Estudiar la función de habitar es difícil porque es fundamentalmente a partir del hábito inconsciente de la palabra que se expresa el habitat del ser hablante, inclusive el cuerpo es habitado por el Otro en cada agudeza, en cada lapsus, en cada desplazamiento, en cada sueño.


Las imágenes de intimidad nos enseñan que nuestro ser fue primero poesía del Otro antes que producto de nuestro obrar como poetas muertos, porque cada espacio secreto o íntimo de nuestra subjetividad establece sin darse cuenta, la simbolización esencial por antonomasia, es decir, la dialéctica del afuera y del adentro.


Esta simbolización del afuera y del adentro es la esencia más íntima de la poética del espacio, es además la base de toda la erótica libidizante propia de la especie humana.


Porque el misterio de la vida está en mi corazón, por eso el topoanálisis de esta intimidad nos hace sentir como se abre desde adentro para conocer el afuera.












 
 
 
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